En casa, lejos de la rutina, el cuarto
en el que crecí, ahora vacio, solo mi cama y mis maletas. Las nueve de la
mañana y ahí está otra vez, mi papá tocando la puerta, insistente para que me
levante, tal vez esa es una de las cosas que definitivamente no extrañaba. En
fin, con trabajo me quito la cobija, un suspiro y de pie. Mi perro solo me
observa, tampoco quiere bajarse de la cama… uno, dos intentos y nada. Se mete
entre las cobijas y decido dejarlo ahí.
Entonces salgo del
cuarto. Inmediatamente ese olor que en estos días no podía faltar. Las flores,
el incienso y claro ese mole que tanto le gustaba a mi abuelita. Unos pasos y me encuentro
frente a su ofrenda. No puedo evitarlo, me quedo inmóvil, todo lo que veo me es
tan familiar que es muy difícil recordar que ya no está. Pero… las fotos, esas
fotos donde se ve tan joven, donde parecía eterna, es lo único que nos queda de
ella, el único lugar donde ahora podemos verla.
Vaya manera de empezar el
día, memorias llegan y las emociones se mezclan. Me agacho, prendo su veladora
y en ese momento recuerdo que ella siempre quiso ir a Huaquechula. La culpable,
esa vecina que le contaba de sus visitas a ese lugar. De una forma diferente,
pero era momento de llevarla.
Todo en la casa había
mejorado, es un año especial, ya no somos solo mi papa, mi hermano y yo. Una
mujer acompaña a mi papá, es noble, sencilla y trajo con ella una inmensa
alegría, ese niño, el hermanito que siempre pedí y que es todo un caso.
Corre por la casa
cantando, riendo. Mientras, ella prepara el desayuno, mi papá se baña y mi
hermano en la computadora, como siempre escuchando música. Es un ambiente
extraño porque nunca antes lo había vivido, pero a la vez tan familiar que me
llena, que me hace sentir una paz increíble, tanto que me gustaría ya no
regresar a mi casa. Estoy segura que mi abuelita tiene algo que ver en todo
este cambio. Hasta su último aliento no se canso de decirnos que nos cuidaría
siempre.
Justo pensaba en eso,
cuando mi papa me llamó para desayunar. Le dije lo que había recordado y le
agrado la idea de ir a donde mi abuelita siempre había querido. No tardamos en
salir de la casa. En realidad no sabíamos en donde estaba Huaquechula, y mi
papá es de esos que prefieren perderse antes de preguntar.
Afortunadamente el viaje
fue toda una aventura. Bellos paisajes, un clima disfrutable, dulces, un perro
y un niño que definitivamente nunca deberían crecer. Tres de la tarde. Por fin
llegamos, después de una hora y media.
En las calles niños
pidiendo “calaverita”, algunos con mascaras, otros completamente disfrazados.
Guías turísticos por todas partes ofreciendo sus servicios. Coches y más
coches, unos llegaban, otros se iban pero a cualquier lado al que volteaba
había gente, de aquí, de allá, de todos lados.
El municipio estaba de
fiesta, banderitas que colgaban, puestos de comida, juegos mecánicos, hojaldras
de todos los tamaños y sabores, imágenes religiosas, flores, todo alrededor lo
afirmaba.
El Ex Convento fue
nuestra primera parada. Un grupo musical amenizaba la tarde. La gente bailaba,
los niños jugaban y otros tantos entraban a rezar. Estuvimos un rato afuera,
mientras el niño corría yo tomaba fotos. Y por momentos me quedaba viendo a la
gente, la expresión en sus rostros decía mucho.
Avanzamos y llegamos a la
presidencia. Comerciantes y artesanos de algunos otros estados se dieron cita
ahí. Nos acercamos a la mesa donde daban informes. En un mapa nos mostraron la
ruta de las 23 ofrendas expuestas al público. Y aunque ya era tarde comenzamos
la búsqueda.
A unas cuadras del Zócalo
encontramos la primera. Fue fácil, toda la gente caminaba hacia allá. Nos
detuvimos en un puesto donde vendían ceras porque un señor nos llamó para
decirnos que esa era la tradición del pueblo, que en cada ofrenda se dejaban
unas ceras y a cambio como agradecimiento los dueños de la casa invitaban a
comer. Mi papá decidió comprar algunas y así seguimos el camino.
Afuera de la casa había
ya mucha gente. En filas iban entrando. En realidad no pudimos apreciar bien la
ofrenda pues todos tenían la misma intención y se amontonaban. Entregamos las
ceras, pero y era tarde. La comida se había terminado. Al menos para los
visitantes, para la familia o los conocidos aun había. Solo nos ofrecieron
chocolate y pan. Tomé algunas fotografías y salimos de ahí.
Preguntamos por la
ofrenda que quedara más cerca. Nos explicaron y seguimos caminando. Pero
entonces se hizo presente esa tan singular característica de mi papá de
platicar con todo mundo. Esta vez fue un señor el que lo hizo detenerse.
Llevaba flores y algunas otras cosas cargando. Hizo una parada para acomodar
todo y fue cuando mi papá lo abordó. Le comenzó a preguntar sobre la tradición
de ese lugar y el porqué de cada cosa que pasaba en estas fechas.
No me quedó de otra más
que esperar. Le tome fotos a todo lo que había cerca. El niño casi acaba con la
memoria de la cámara, le encanta posar. Caminé un poco hacia cada lado, el niño
iba conmigo. En cada calle había algo que llamaba mi atención. Pero cuando
reaccioné me di cuenta que el sol ya no estaba, ahora era la luz de la luna la
que nos alumbraba.
Regresé a donde estaba mi
papá con ella y el señor. Tomaban más chocolate y más pan. Sabía que si no
hacia algo al respecto esa platica se seguiría de largo. Por suerte el señor
actuó antes que yo. Tenía que llevar todas esas cosas a su casa. Se despidió y
se fue.
Alcanzamos a ver otra
ofrenda. Me llamó mucho la atención. Nunca había visto que dejaran dinero, pero
el recipiente estaba casi lleno. Además había un Cristo en la parte de arriba,
muy grande. Eso no creo que sea algo fuera de lo normal, sin embargo me causo
impresión. Estaba muy grande, tenía muchísimas cosas. Es la primera vez que veo
ofrendas así. También nos ofrecieron chocolate y pan. No pude acabarlo, ya era
demasiado por esa noche.
Salimos de ahí y mi papá
se dio cuenta, hasta ese entonces, que ya era tarde. Las 8 de la noche. El niño
dormía y ni siquiera habíamos comido. Decidió que era mejor irnos a cenar a la
casa. En el camino de regreso al coche, veíamos filas de personas esperando el
transporte. Algunos turistas aun paseaban. Y los juegos estaban llenos de
chicos y grandes que apenas comenzaban a divertirse.
Fue una experiencia muy
bonita. En todo el recorrido mi abuelita estuvo presente. Todas las pláticas
que teníamos sin o con querer la incluían. La pase muy bien. Un pequeño viaje
en familia, el primero de muchos.
Cronista: Paulina Rivera
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